jueves, 28 de agosto de 2014

Alberto de Morcef, de El conde de Montecristo

Alberto de Morcef es un personaje secundario de El conde de Montecristo, mas no por ello se puede negar que Dumas y sus colaboradores hicieron con él un espléndido trabajo. Se trata del hijo de Mercedes Herrera, la novia de la juventud de Montecristo, y Fernando Mondego, su peor enemigo.
Pero pese a ser hijo de un villano, Alberto es un joven valiente y honorable, lleno de virtudes, un personaje que en la cultura actual tendría que ser hijo de Edmundo Dantés y no de Mondego. De hecho, Hollywood hizo esa corrección en la última bazofia cinematográfica basada en la gran novela, que protagonizo James Caviezel.
Alberto se supone que nace cuando Edmundo Dantés lleva más o menos una década en prisión por culpa de su padre. Mas se desconoce si para entonces Mondego ya es el conde de Morcef y un general refutado. En todo caso, durante la historia, todo indica que Alberto, un joven veinteañero, desconoce el origen humilde de su padre, porque diversos pasajes lo demuestran.
En algún momento de la novela, los amigos de Alberto sugieren que la hija del barón Danglars es indigna de casarse con él porque su padre es un noble de reciente creación, lo que hace suponer que ellos creen, incluido Alberto, que los Morcef son una familia de muy rancio abolengo.
Alberto tiene el mejor concepto de su padre: es un gran admirador de su fama como general en Grecia y lo cree indigno de hacer cualquier acto deshonesto. Es elegido, mientras vacaciona en Roma, por Edmundo Dantés, ya convertido en el Conde de Montecristo, para iniciar su muy bien planeada venganza.
Dantés hace que Alberto sea secuestrado por su bandido de cabecera, Luigi Vampa (el hecho no se comenta, pero queda claro), y al mismo tiempo se convierte en su salvador, lo que hace que los Morcef tengan en adelante una cara deuda con él.
Desde ese momento, Alberto se convierte en un gran amigo de Montecristo, a la par de su gran admirador y promotor en París. Durante la estancia del conde en la capital francesa, el joven vizconde de Morcef procura estar a su lado cuanto puede, porque  considera que la estimación es mutua y también se halla seducido por su fortuna y su orientalismo exótico.
Pero cuando el oscuro pasado del conde de Morcef empieza a salir a la luz, Alberto, intrigado por Danglars, no duda en retar a duelo a Montecristo, creyéndolo, como es cierto, el artífice de la caída en desprestigio de su padre.
El conde no ve con malos ojos la oportunidad de matar a Alberto en el duelo para vengarse de su enemigo más odiado. Sabe que va a ganar, es un gran esgrimista y con la pistola tiene una inigualable puntería. Pero una visita nocturna de Mercedes, su antiguo amor, quien va a rogar por la vida de su hijo, hace que Montecristo decida dejarse matar por Alberto.
No obstante, esa misma noche, Mercedes le cuenta toda la verdad a su hijo, respecto al cautiverio de Edmundo y la innegable culpa de su padre. Al llegar al lugar señalado para el duelo, Alberto se disculpa con el conde y cancela el enfrentamiento.
Después su relevancia en el libro desaparece poco a poco. Sigue apareciendo, pero sin que su presencia conlleve a sucesos importantes. Lo último que hace es partir a África como soldado francés a luchar por el colonialismo de su país, pero ya no llevando el apellido de su padre, sino el de su abuelo materno español: Herrera.

martes, 19 de agosto de 2014

Alonso Quijano e Ignatius J. Reilly

Comparar personajes ficticios es un ejercicio no tan común como el de comparar novelas, no obstante, tampoco es ajeno a los hábitos de los aficionados a la literatura. Yo aquí mismo hace tiempo comparé al inolvidable Heathcliff con el inignorable Albram Dorogant, tan solo porque el uno me recordó al otro, sin que exista una similitud importante en las novelas que las contienen.
En el caso de Alonso Quijano (Don Quijote, desde luego) e Ignatius J. Reilly, también figuran en dos novelas que no tienen más vínculo que el extravío de los protagonistas, mil veces más bien logrado en el caso de Quijano. Me he encontrado infinidad de críticas derivadas de esa comparación. Muchos entreven un error garrafal comparar una figura que consideran pobremente lograda como Ignatius con la mente ficticia más bellamente trazada, la de Quijano.
Indudablemente, algo hay de cierto en eso. Las distancias son enormes. No obstante, no por eso resulta indigna la comparación. De que Ignatius es muy inferior a Alonso Quijano ni duda cabe. Hasta un simio con los ojos vendados lo notaria. Pero eso no le quita al rechoncho Reilly su grandeza, que sí la tiene.
Por otro lado, quienes sugieren la comparación, no creo que vayan por el camino de comparar la segunda novela del no publicado en vida Toole con la obra del grandísimo Cervantes. Hacer algo así  sería una insensatez. La comparación surge, como ya se avisa en el prólogo, porque Ignatius J. Reilly es un Quijote a su manera que cabalga a lomos de su Rocinante, devenido en carro de salchichas, por Nueva Orleans, no componiendo tuertos tanto como con la intención de enchuecar las mandíbulas de quienes le llevan la contraria.
Como personaje ficticio, Ignatius también, al igual que Quijano, anda un poco ido de la mente, no ve al menos la realidad como la ven otros. En eso se parecen. En eso Reilly es un Quijote, aunque las distancias literarias que separan a La conjura de los necios con El ingenioso Hidalgo sean, enormes. Que lo son.

viernes, 8 de agosto de 2014

Siegfried de Dubhe Alfa

Durante mi niñez fui un gran admirador del anime Los Caballeros del Zodiaco; de hecho fueron mi pasatiempo televisivo favorito por años. Naturalmente, fui un gran seguidor del héroe que nunca se rendía, Seiya, y posteriormente del antihéroe Ikki, pero algunas veces, de entre los enemigos de los cinco caballeros de bronce, surgía un enemigo que merecía mi simpatías, aunque no muchas, no hasta que apareció en escena Siegfried de Dubhe Alfa, un personaje tan extraordinario que me dejó cautivado con sólo figurar en unos cuantos capítulos, al final de la saga de Asgard.
Siegfried fue el capitán de los dioses guerreros de Asgard, guardines de la sacerdotisa Hilda de Polaris, una joven pacifica dispuesta a sufrir con su pueblo con tal evitar que otros pueblos sufrieran. Pero apareció el emperador de los mares, Poseidón, quien la controló con la famosa sortija nibelunga, y le cambió su dulce personalidad por la de una mujer malvada.
Hilda, repentinamente, convocó a sus siete guerreros y se dijo dispuesta a conquistar el Santuario de Atenea. Y éstos, a excepción Alberich, desconocían la influencia de Poseidón y se mostraron dispuestos a apoyarla hasta la muerte. Cuando Atenea y sus cinco caballeros de bronce llegaron a Asgard, los dioeses guerreros fueron derrotados en difíciles y crueles batallas uno tras otro. Eran fuertes, pero Seiya y sus compañeros ya tenían la experiencia de haber combatido recientemente contra los caballeros dorados, a quienes los dioses guerreros igualaban el poder, lo que les ayudó a salir en la medida de sus posibilidades bien librados en la lucha.
Pero el último dios guerrero en pelear era diferente a todos. Tenía un nombre mítico, era la reencarnación del gran guerrero Siegfried, quien en la mitología había derrotado a un dragón, hecho que lo hizo inmortal al bañarse con la sangre de la bestia. Siegfried también era el guardián privado de Hilda, y se sugiere que posiblemente estaba enamorado de ella. Pero sobre todo, Siegfried era terriblemente poderoso, mucho más que los caballeros dorados; su fuerza era terrible, sus técnicas destructoras y complementaba su poderío siendo, como su antepasado, inmortal.
Aparte de su gran poder, Siegfried tenía una figura imponente. Era muy alto, de aspecto feroz, pero demasiado noble. Su armadura negra azulada también era la más bella e imponente de todas cuantas
poseían los dioses guerreros, incluso por encima de la de Syd. Así pues, de entre los caballeros dorados, dioses guerreros de Asgard y generales de Poseidón, Siegfried era el guerrero más extraordinario.
Cuando Seiya y sus maltrechos amigos llegaron hasta sus garras, trapeó literalmente con ellos las afueras del palacio de Hilda, pese a los esfuerzos del propio Seiya, Ikki y Shiryu, quienes aun sabiendo que su enemigo era mucho más poderoso que los caballeros dorados, se le enfrentaron con valentía y soportaron sus terribles golpes.
Fue Shiryu quien halló su punto débil y Seiya, el siempre héroe, quien lo derrotó gracias a esa información. Pero Siegfried no murió a manos de Seiya. Era un personaje demasiado bien diseñado para tener un final tan innoble. Al campo de batalla llegó uno de los generales de Poseidón, Sorrento de Sirena, quien le relevó la verdad y lo hizo enfurecer. Al saber que su amada Hilda había sido manipulada y que sus amigos habían muerto en vano, Siegfried utilizó sus últimas fuerzas para morir junto con Sorrento, sujetándolo con fuerza y llevándolo al espacio exterior. De hecho la muerte de Siegfried fue uno de los episodios más tristes y conmovedores de toda la serie.
Luego se revela que Sorrento no murió, que utilizó sus trucos de hechicero para conseguir que Siegfried lo liberara. Después de ver el ridículo que hicieron ante los caballeros de bronce los generales de Poseidón, al ser derrotados de forma tan sencilla -si comparamos las peleas con las anteriores-, me pareció absurdo que Siegfried hubiera sido vencido por uno de ellos. Sorrento dijo, cuando peleó contra Siegfried, que no había pensado que los dioses guerreros fueran tan débiles -luego de su derrota ante los caballeros de bronce-. Pero tras ver pelear a los marinos de Poseidón, es fácil suponer que en buenas condiciones Siegfried bien podía haberlos vencido a todos al mismo tiempo.

viernes, 1 de agosto de 2014

Gérard de Villefort, de El conde de Montecristo

Gérard de Villefort es uno de los villanos de la magistral novela de Dumas. En él se ejemplifica al joven que quiere escalar en el servicio público y se da cuenta de que para lograr sus propósitos tiene que hacer cuantos actos inmorales sean necesarios. Aparece en la novela como un joven de veintiocho años y sustituto del procurador del rey en  Marsella.
Durante la celebración de su compromiso con una hermosa, rica y aristocrática jovencita, es requerido porque han arrestado a un joven de nombre Edmundo Dantés, sospechoso de ser agente de Napoleón por el hecho de haber llevado una carta desde Elba, prisión del emperador, a  Marsella.
En cuanto cruzan unas cuantas palabras, Villefort se da cuenta de que Dantés es un joven sin la menor malicia y que, por tanto, fue utilizado sacando provecho de su inocencia. Se propone dejarlo ir, pero cuando descubre que la carta está dirigida a un hombre llamado  Noirtier, todo cambia.  Noirtier es el padre de Villefort y si se descubre que es un bonapartista el padre la carrera del hijo habrá finalizado.
Para que Dantés no pueda volver a mencionar ese nombre en público, Villefort lo encierra en la prisión del Castillo de If, donde pasará trece largos, dolorosos y muy benéficos cultural y económicamente años.
Veintitrés años después de aquel encuentro en Marsella, llega a París (donde Villefort es ya un maduro guardián de la ley, refutado caballero discreto y circunspecto entre la sociedad, y padre de dos hijos (-el menor de su segundo matrimonio-) el misterioso conde de Montecristo, un personaje enormemente rico, sabio como pocos en la historia y poliglota, que al parecer viene de oriente, donde se ha impregnado de un exotismo que seduce a todos, Villefort incluido.
Montecristo es en realidad Edmundo Dantés, lleva consigo bien guardada la lista de sus enemigos, en la que desde luego figura Villefort, y empieza a desarrollar una lenta y muy dolorosa venganza. El misterioso conde, que casi todo lo sabe, ignora que Villefort en realidad ha pagado ya el daño que le hizo. No ha logrado olvidar a aquel joven marsellés al que le desgració la vida por culpa de sus ambiciones y sus miedos, y eso lo ha convertido en un hombre oscuro, muy lejano a la felicidad.
No obstante, todavía le falta mucho por sufrir. Cuando llega Montecristo, que se convierte en su amigo, empiezan sus desgracias. La muerte entra a vivir a su casa de tiempo completo. Muere su sirviente, su suegra, su hija (al menos él lo cree así), su esposa y su hijo pequeño. Su reputación es destruida por completo y él, abrumado por tanto dolor, se vuelve loco. Incluso, el propio Montecristo, al ver los alcances de su venganza, se conmueve un poco y cuestiona el título que se ha atribuido a sí mismo, como emisario de Dios y artífice de su castigo.