O más bien
debería de titular la entrada como “La ingenuidad de Daniel Defoe”, porque el
responsable de las carencias intelectuales de un personaje ficticio no es otro
que su autor. Lo anterior viene a cuenta por un pasaje de la gran novela Robinson Crusoe que, pese a ser ésta una
obra maestra incuestionable y clásico imprescindible, me pareció lleno de
ingenuidad.
Cuenta
Robinson, que al sembrar su cebada y trigo en su isla fue víctima de la
rapiñaría de unas aves que sin permiso alguno pretendían merendarse toda su
cosecha. Y Robinson, que como buen inglés de su tiempo podía apropiarse de lo
ajeno pero reaccionaba colérico si alguien le aplicaba la misma medicina, mató
con su escopeta a dos de esas a veces, las puso en su parcela para que fueras
vistas por sus compañeras y de esa manera aquéllas jamás volvieron a robarlo.
Alguien debió decirle a
Defoe que las aves no reaccionan ni como ni por las mismas razones que los
humanos, que los espantapájaros que ponen en sus parcelas los agricultores
simulan personas, a quienes las aves sí les temen, pero el cadáver de uno de
los suyos les es indiferente. También debió averiguar Defoe que si bien el
ruido de una detonación espanta a las aves, la olvidan al poco tiempo si fue
sólo una y más cuando el hambre apremia.
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