El protagonista de La conjura de los necios, un clásico de
la literatura yanqui que ya aseguró su lugar en el gusto de los lectores por
muchos años, es Ignatius J. Reilly, un personaje que se antoja para todo, menos
para protagonista de una novela.
John Kennedy Toole escribió
la novela a principios de la década de los 60s, y pasó años tratando de que una
editorial le diera la oportunidad de publicarla. No lo consiguió y terminó
suicidándose muy joven, pero gracias a la tenacidad de su madre, La conjura de los necios salió a la
venta en 1980 y se convirtió con gran rapidez en un éxito de ventas gracias a
que su protagonista, Ignatius, conquistó
a los lectores.
Ignatius vive en Nueva
Orleáns, es un moralista, flojo, gordo, tragón, irresponsable, profundamente
egoísta y con una visión de la realidad muy desfasada; ya pasa de los treinta y
vive aún con su madre, no ayudándola, sino atormentándola, como hace con todas
las personas que tienen la desgracia de conocerlo.
Debido a que la novela inicia
años después de que se graduó de la universidad, de su vida universitaria se
sabe poco. Por comentarios de su madre el lector se entera de que fueron muchos
años los que tardó en terminar la carrera, y por recuerdos, nada agradables, de
uno de sus profesores también se sabe que era un estudiante rebelde que siempre
estaba molestando a su amiga-novia Myrna Minkoff.
A pesar de sus más de
treinta, Ignatius es casto, o virgen, como él mismo se autodefine. Sus
complejos moralistas lo hacen un acérrimo crítico de la libre sexualidad, de la
homosexualidad y casi de cualquier forma de diversión moderna. Es un devoto
católico, pero los curas no le agradan
por blandos. A Ignatius se le antoja una iglesia medieval, fuerte y castigadora
con aquellos que pecan.
Debido a sus muy particulares
características, Ignatius no puede mantener una charla de cinco minutos con una
persona de su época sin insultarla. Se cree un genio con una cultura muy por
encima del promedio. No acepta jamás que le critiquen, pero tampoco jamás se
abstiene de hacerlo con personas que ni siquiera conoce. Su boca lo mete
constantemente en serios problemas que se niega a afrontar.
Renuente siempre a trabajar,
termina haciéndolo, obligado por su madre,
porque una noche en que juntos fueron a un antro a ella se le pasaron
las copas y chocó su automóvil. Pero la actividad laboral de Ignatius mete a la
familia en problemas mucho más graves de los que ya tenía. Ignatius va dejando
enemigos a su paso, y quien lo ve una vez no lo olvida jamás.
El primer trabajo que
consigue es en Levy-Pants, una empresa a la que su dueño se empeña en llevar a
la ruina y donde, por esa razón, no tienen inconveniente en contratar a
Ignatius. Pero un intento de sublevar a los obreros erigiéndose él como su
líder lo lleva al despido, y casi a prisión.
Su siguiente empleo es como vendedor ambulante de salchichas, el mismo que utiliza para comer hasta
hartarse de la mercancía que vende, excusándose con su jefe inventado falsos e
impracticables robos. Entre más recorre
Ignatius la ciudad de Nueva Orleáns, más problemas va creando, a veces
sin la intención, en su intento de crear otros peores, y poco a poco la
situación va encaminándose a una serie de catástrofes que involucran a todos
aquellos que han tenido la mala suerte se conocerlo.
Ignatius J. Reilly es el mejor logro de la brevísima carrera literaria de su autor. Es un icono de la literatura norteamericana, muchos lectores aprenden a odiarlo, otros a amarlo, él hace más por lograr lo primero que lo segundo. Lo que sí es un hecho indudable es que nadie puede abstenerse de reír con sus impensables locuras, las mismas que a veces, sin que el lector sepa muy bien por qué, le causan tristeza. Quizás por la historia inacaba de Ignatius que su autor no quiso quedarse a terminar de contarnos.
Muchos opinan que John
Kennedy Toole, hombre profundamente reservado, metió algunos aspectos
biográficos suyos en Ignatius. Si eso
fue cierto, sería entonces evidente el uso del personaje para ejercer una
protesta irracional contra la sociedad. Ignatius es un hombre que sucumbe a la
tentación de meterse en todos los conflictos en que le sea posible, sin la más
elemental justificación, simplemente porque su YO tan lleno de egoísmo clama
por protagonizar incluso allá donde los terrenos no son suyos.
Yo he aprendido a apreciar a
Ignatius en cada página de la novela. Al principio sólo porque no podía parar
de reír con su extravagante conducta, y después porque no lo podía entender. Al
final descubrí que ése es un ejercicio que no conduce a nada. A Ignatius no se
le puede entender, al igual que no se puede entender a don Quijote, lo más recomendable es sentarse a disfrutarlo, y
ponerse cómodo… para reír, para reír mucho.
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