En la
actualidad estamos acostumbrados a que los héroes por fuerzas tienen que apegarse
al prototipo de belleza aceptado universalmente que viene desde la mismísima
antigua Grecia, ese que indica que el héroe debe de ser si no alto de estatura aceptable,
rostro hermoso, cabello si no rubio al menos rizado o largo, corpulento, sin
caer en los excesos, algo así como El
David, y, ya entrados en exigencias actuales, poseer un pene portentoso
para si la ocasión lo requiere.
Las artes
plásticas así habían concebido al héroe por muchos siglos, no obstante, la
literatura no, al menos no hasta hace algunas décadas. Me puse a pensar en ello
cuando escribí hace unos días la biografía de Quasimodo, un héroe romántico que
no encajaría en los estándares actuales ni con influencias. Pero repasando la
literatura de otros siglos, nos damos cuenta que entonces no era imprescindible
ser guapo para ser héroe, algo, desde luego, muy lógico.
Si pensamos
en Edmundo Dantés, el vengador conde de Montecristo, los años en prisión lo hacen
adquirir una palidez vampírica que espanta a las mujeres una vez que es un acaudalado,
sabio y políglota aristócrata. Drácula, que no es héroe pero sí protagonista,
es feo hasta decir basta, y su antagonista, Van Helsing, es viejo. Heathcliff,
el de Cumbres Borrascosas, es un
hombre corpulento, alto, pero no encaja en los estándares de guapo de la época,
es decir, no es rubio de ojos azules, sino moreno, quizás con algún rasgo hindúe
o achinado. Y ni qué decir de Alonso Quijano, una cómica y flacucha figura que
hace con su físico sarcasmo del heroísmo que pretende desarrollar.
Y así
podemos repasar a muchos héroes literarios del pasado, inmortales ya, pero no
guapos. No obstante, si repasamos a los héroes que nacen en estos tiempos,
encontramos que casi por una extraña lógica todos son, cuando menos, irresistibles, algunos hasta el hartazgo. Edward
Cullen posee una belleza y perfección física que empalaga y hasta fastidia a
media novela. Albram Dorogant, el príncipe de la soledad, es demasiado alto, y
sugeridamente tan guapo como misterioso, algo conveniente porque cumple con los
estándares actuales pero que tampoco empalaga porque no se menciona tan a
menudo en la novela sino que simplemente se da a entender. El príncipe Po, de Graceling, es un hombre corpulento y muy
guapo, no tanto para hastiar al lector pero sí lo indispensable en una novela
de corte juvenil romántico rayando en lo aburrido.
Pero, regresando al
principio, ¿a qué se debe esa mutación del héroe de feo, simplón y hasta
deforme (volvemos con Quasimodo) en arrebatadoramente guapo de unas décadas
para acá? Ni duda cabe de que se lo debemos a Hollywood. La industria del cine
ha creado un prototipo de héroe, incluso guapizando a personajes literarios
feos (Drácula), al que se han tenido que adaptar los escritores de estos
tiempos para que sus protagonistas gusten. Los héroes de hoy sencillamente
tienen que ser guapos para gustar, si no mucho al menos un poco, de lo
contrario aun siendo parte de una obra maestra, no hallarán cabida en el gusto
de la mayoría del público.
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